Rosa Blanca-Carolina González Velásquez


Me embarga la tristeza

y la guardo en mi maleta.

Con el equipaje listo

no soy mas que un viajero

con prisa por partir.

Dejo atrás

el vacío

la desdicha

y la sensación amarga

de no pertenecer

no importara mi ausencia

sólo soy un numero más…

No hay más que decir

no habrá despedidas

nadie sabrá que me he ido

tan sólo quiero ver tus ojos

para que su luz

ilumine mis últimos caminos.

No me preguntes donde voy

Abrázame, dime que me amas

me marcho y no habrá regreso

cuando llegue a mi destino has de saberlo

y sólo entonces

y cada vez que me extrañes

podrás buscarme

tan sólo concédeme la gracia

que en cada una de tus visitas

cuando me perdones

me lleves una rosa blanca

Dichos y disparates-Wolfgang Ratz




En el cuaderno
de las hojas rotas
alguien
no escribe.



La ironía
me salva de la trivialidad.
¿Pero qué
me salvará de la ironía?



El aforismo:
la máscara
más desnuda.



El lector atento
subraya
las palabras que faltan.



Nació bajo el signo
de interrogación;
su horóscopo
es una hoja en blanco.

EL CUENQUITO DE LECHE- MANOLO CUBERO





Era una de las noches más frías de aquel riguroso invierno que sembraba de escarcha los campos de Belén. Arriba, la Luna daba vida a unos prados que centelleaban convirtiendo sus gotitas de rocío en infinitos y minúsculos luceros. Era como si el cielo hubiese encontrado en la Tierra un hermano gemelo plagado de pequeñas y titilantes estrellas.
En su corta vida, Benjamín no recordaba una noche tan bella y cruda como aquella.
"Si mi madre estuviese conmigo", pensaba…
Era un recuerdo perdido entre los pliegues del tiempo pasado. Hacía un año que su madre se marchó al cielo. Su padre, pastor como él, perdió la vida, meses después, defendiendo el rebaño contra unos ladrones que lo atacaron de noche y destruyeron los dos tesoros que le quedaban: su padre y el sueño de poder convertir aquella punta de animales en un hermoso rebaño.
Acompañado de su perro pastor, Benjamín, sólo y sin medios de subsistencia, se dedicó a lo único que podía hacer: vivir de la caridad ajena. Un portal, cercano al templo de Jerusalén, acogía su cuerpecillo en las eternas y solitarias noches hasta que un día lo encontró Lázaro, un antiguo conocido de su padre. Éste sintió piedad de él y lo acogió en su casa.
Así fue como nuestro amiguito encontró un modesto cobijo, un poco de comida y algo de ropa con que abrigar su cuerpo. Benjamín, que había vivido humildemente desde pequeño, no pedía más. Sabiendo que en aquel hogar había un rinconcito para él, se sentía tan feliz que sólo añoraba los besos de su madre. Alguna vez, sentado a la sombra de un sicomoro, revivía la cálida mano del padre apoyada en su hombro mientras contemplaban su ganado pastar bajo el radiante sol de Judea.
Aquella noche, el frío, que penetraba en lo más hondo de su cuerpecito, caló hasta los rotos huesos de su pierna. Desvelado por el dolor, recordaba el día en que cayó desde la rama de un almendro al que había subido a coger algunas almendras para un primito que había ido de visita a casa. Desde entonces, padecía una leve cojera que se hacía más patente cuando el frío arreciaba. Ensimismado en estos pensamientos, su mirada se perdía entre las gélidas estrellas que, desde el firmamento, vigilaban su descanso. Entonces, una de ellas comenzó a cantar para el niño la más maravillosa melodía que jamás había oído.
Se irguió un momento asombrado por aquel extraño fenómeno. Creyendo que soñaba, se frotó los ojos y, sin prestarle más atención, se arrebujó en la manta intentando olvidar las molestias de su pierna.
La Luna era una gran bandeja de plata que recorría lentamente su camino acompañada por las mínimas estrellitas que se arrastraban sobre las praderas. Mientras el viento soplaba suave y delicadamente sobre los arbustos que picoteaban la pradera, la misteriosa melodía seguía llegando con sus cadenciosos sones desde los rincones más ocultos.
De nuevo Benjamín volvió a incorporarse. Subyugado por aquellos cadenciosos sonidos comprendió que algo extraordinario estaba sucediendo. Se levantó lentamente y su mirada se perdió muy lejos, allí donde la Luna comenzaba a esconderse tras la línea del horizonte. En aquel momento, la noche se iluminó gracias a una estrella que, acentuando su brillo, dejó escapar tras de sí una hermosa cola multicolor. Instantes después, la estrella se posó sobre una humilde casita apenas dibujada en la distancia.
Atraídas por tan extraño fenómeno, las ovejas emprendieron alocada carrera en pos de aquella luz que rompía la noche en mil colores. Intrigado, el muchacho ordenó al perro reunir al ganado y, desafiando al frío de la noche, emprendieron una alegre marcha hacia el lugar indicado por la estrella.
Comenzó a clarear el día. La estrella continuaba inmóvil. Bajo ella, un establo tenuemente iluminado atraía con una fuerza irresistible a su ganado. Cuando se acercaron, el muchacho observó cómo una mula y un buey, abrigando la entrada, parecían proteger el establo del frío que reinaba en el exterior. Dentro se encontraba una joven que, acompañada de su esposo, acunaba a un niño recién nacido.
Benjamín se acercó a ellos. Detuvo su mirada en el plácido rostro del niñito, luego se aproximó al fuego y vio que allí reposaba una olla vacía. En silencio, fue hasta una de las ovejas que acababa de parir, la ordeñó llenando un cuenco de leche, se acercó a la mamá del niño y, delicadamente, lo depositó en sus manos:
-Es para el niño. Tendrá hambre ¿verdad?
Por toda respuesta, la señora depositó un dulce beso en el rostro de Benjamín.
Aquel beso tenía tanto sabor a madre, que Benjamín se sintió el niño más feliz de la tierra. Momentos después, el niño reunió de nuevo el rebaño y emprendió la vuelta hacia sus pastos. Era tal la alegría que inundaba su corazón que el regreso se hizo cortísimo. Perro, ovejas y pastor, corrían y saltaban llenos de felicidad. Poco antes de llegar a casa encontraron a Lázaro que, preocupado por la tardanza del niño, había salido a su encuentro. El amo lo miró fijamente y, abrazándolo, preguntó:
-¿Qué te ha pasado en la pierna? Ya no cojeas...

Eran Miles-Ana Lucía Montoya Rendón





Eran miles.
¡Qué va! Eran millones.
Nunca nadie los censó.
Se miraban, se tocaban, se besaban,
se fundían entre si y de ellos
nacían muchos más.

Y entre más se fundían más surgían nuevos, con
características propias que los hacían únicos
pero conservaban siempre
algo su origen.

Todos tan distintos, tan ellos y la vez tan armónicos.
Vivian en lo líquido, en lo sólido, en lo etéreo,
a plena luz del día
o el las más cerradas sombras.

En el fondo de los mares o allá lejos
en galaxias ignotas,
o haciendo parte de soles desde donde el calor
apenas llegará quién sabe durante cuántos evos.

Eran uno con la música, eran la longitud de onda,
así infinita, como
ellos mismos,
desplazándose por los mundos en y fuera de,
más allá delo que el ojo
o el oído más aguzados pudiesen alcanzar.

Eran. No. En realidad son.
Son el ejemplo de la diversidad,
son el ejemplo de la belleza pura,
son el ejemplo de la convivencia,
son los matices, los distintos
valores que puede dar la luz sobre los entes.

Maravillosos son ellos,ejército de luces y de sombras,
son la Tierra y el Cielo, con miles
de limbos intermedios, ellos son los "colores".

Eran. No. en realidad son. Ahora, lo que debería ser…

Así deberíamos ser nosotros,
como los colores. Con una capacidad
infinita de ínteractuación sin que se oponga
el tono oscuro o claro
del otro, porque esa es la nota que nos identifica como únicos,
individuos, indivisos, capaces de actuar como un paisaje, el más bello
que nadie haya podido crear.